Cristina presa: entre la defensa ciega y el desprecio por la justicia

La sentencia definitiva contra Cristina Fernández de Kirchner por corrupción reaviva una grieta que trasciende lo jurídico. Sus seguidores denuncian “persecución política” y refuerzan la idea del lawfare. Pero esa reacción no es solo política: pone en cuestión cuánto respeto real existe hacia la justicia en la Argentina, especialmente cuando un fallo no es funcional a los intereses propios.
El argumento más repetido en defensa de la expresidenta no apunta a su inocencia, sino a una lógica preocupante: “con ella estábamos mejor”. Esa frase, que se viraliza y se pronuncia con nostalgia, esconde una doble trampa. Por un lado, sugiere que el bienestar económico justifica el delito. Por otro, ignora que ese bienestar fue, en muchos aspectos, una ilusión.

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Durante el segundo mandato de Cristina Fernández, el crecimiento económico fue más percibido que real. Se sostuvo artificialmente con emisión monetaria descontrolada, subsidios indiscriminados, y un uso político del gasto público que hipotecó el futuro fiscal del país. El dólar oficial se divorció de la realidad, las reservas del Banco Central se diluyeron, y la inflación comenzó a acelerarse mientras se manipulaban los índices oficiales. Lo que muchos vivieron como prosperidad era, en verdad, una economía inflada, frágil, sin bases sólidas.
Ese espejismo permitió instalar la idea de que el Estado podía ser una fuente inagotable de beneficios. Pero nada de eso era sostenible. El costo llegó después: más pobreza, más inflación, y un Estado quebrado que dejó poco margen para maniobras futuras. La idea de que “robaban pero nos daban” se convierte, así, en una defensa moral de una ficción. Y lo más grave es que esa defensa hoy sirve para relativizar delitos comprobados.
Frente a la condena, sectores del kirchnerismo optaron por atacar a la justicia, no por cuestionar su imparcialidad con pruebas concretas, sino por rechazar el fallo en sí mismo. Es una lógica que se repite en la política argentina: los fallos judiciales se respetan solo cuando convienen. Cuando no, se demoniza al juez, al fiscal, al sistema entero. Lo mismo ocurre en otros espacios: no hay una verdadera vocación de institucionalidad, sino un uso instrumental del discurso republicano.

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La pregunta entonces es si estamos dispuestos, como sociedad, a dejar de lado las simpatías personales y evaluar los hechos con honestidad. ¿Se puede ser republicano cuando las reglas solo se acatan si favorecen a los propios? ¿Se puede justificar la corrupción apelando a un falso bienestar? La respuesta debería ser clara. La república no admite excepciones morales.
Cristina Fernández no fue condenada por sus ideas ni por su militancia: fue condenada por corrupción. Y si realmente aspiramos a una democracia madura, deberíamos entender que respetar las instituciones significa, también, aceptar cuando la justicia pone límites a quienes alguna vez parecieron intocables.

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