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Grasa de las capitales

Roberto entró su Peugeot 504 modelo `92 a la cochera de su casa suburbana a eso de las 9 de la noche de una calida noche de otoño. Mientras el coche se detenía, apoyó sus dos manos al volante y le dijo en voz alta a su querido “Yeyo”: “Si perdes una gota más de aceite, te quemo”.

Por Marcelo Melo
Grasa de las capitales

Roberto entró su Peugeot 504 modelo `92 a la cochera de su casa suburbana a eso de las 9 de la noche de una calida noche de otoño. Mientras el coche se detenía, apoyó sus dos manos al volante y le dijo en voz alta a su querido “Yeyo”: “Si perdes una gota más de aceite, te quemo”. Estas palabras de sentencia no hacían más que marcar el sentimiento de ira y frustración que Roberto tenia desde ya casi un mes atrás con su automóvil.
Es que durante todo ese tiempo el bólido no paró de chorrear el líquido viscoso en el pulcro piso de cerámica colonial que revestía la cochera. Sabrán ustedes los malestares domésticos que le ocasiona a un común mortal esta situación frente a su implacable “media naranja”, ahora convertida en “la vieja”.
En este lapso fueron cinco las veces en la que concurrió al mecánico con el auto para que le determinaran de una buena vez por donde estaba la pérdida.
Una y otra vez el profesional de la biela le decía: “ya esta, la descubrimos, era un retén”. Otra: “es el filtro de aceite que se lo pusieron mal”.
Roberto recordaba que el último cambio de aceite lo habían hecho en ese mismo taller, por lo que no entendía bien lo de “le pusieron mal el filtro…”.
Ya cansado moral y psíquicamente, un día fue y le dijo al mecánico “Martín, hoy es lunes, le dejo el auto hasta el viernes, pruébelo, lávelo, límpielo, ensúcielo, haga lo que quiera, pero regrésamelo sin que chorree una sola gota de aceite”. La respuesta no se hizo esperar: “Déjelo nomás en mis manos” dijo el experto.
Todas esas imágenes le recorrieron su cabeza en la cochera. Bajó de su auto a cerrar el portón al momento que se cruzó con la pelota de fútbol Nº 5 profesional de su hijo mayor guardada en el asiento de atrás.
No pudo resistirse y se puso a garabatear con ella. La subió del pie al muslo, hizo un par de jueguitos y la cacheteó de zurda (su pierna menos hábil) y la mandó --con tanta mala suerte-- debajo del auto. “Mañana cuando lo saque me voy a acordar de la pelota”, se dijo maldiciendo.
El radio despertador se encendió justo a las 8 de la mañana, Roberto había olvidado quitarlo por la noche porque nadie en su casa, trabajaba los días sábados. Maldecía mientras trataba de apagarlo y a la vez, oyó la voz del “negro” Dolina haciendo la promoción de su programa nocturno de radio Continental, que no alcanzó a despertarlo.
Fue recién a las diez de la mañana cuando el menor de sus hijos entró a la habitación pidiendo a los gritos “la mema y los dibujitos”.
Ante tan dictador pedido, él y el resto de la familia enfilaron hacia la cocina prestos a iniciar la jornada con un buen desayuno todos juntos.
Ya pasado el tiempo de las tostadas y la mermelada, Roberto salió por la puerta balcón que daba a la cochera donde “dormía” placidamente su Peugeot. Abrió el portón y recordó haber dejado la pelota bajo el auto. Se puso como los soldaditos de guerra, de esos que venían en posición cuerpo a tierra, para ver donde estaba la Roteiro verde fosforecente que semana atrás le había comprado a su hijo para el cumpleaños y que casi le costo el 10% de su sueldo.
La desgraciada estaba justo en el medio del auto, por lo que le seria imposible agarrarla con la mano. Tomó un palo de escoba y el mismo no tenia giro en el estrecho garaje. Era imposible lograr un movimiento de la pelota con el palo porque desde ese ángulo era realmente muy difícil.
“No importa” --se dijo--, “lo saco despacio marcha atrás y seguro que va a ir girando lentamente hasta que sola se va a desprender”.
Llamó a su señora y le explico el plan, ella lo único que tenia que hacer era que apenas la pelota se asome, debía tomarla así no se volvía a meter bajo el auto porque el piso tenía una leve inclinación hacia el portón.
Finalmente, así fue, despacio salió el auto, la pelota se desprendió, su mujer la tomó con sus manos.
Pero horrorizado vio, como la Roteiro fosforescente se había convertido en una pelota de los años 20, oscura, casi negra. El “no” que gritó retumbó en el pequeño estacionamiento, “seguís perdiendo aceite, no te basta con el piso, ahora la pelota del nene”, maldito mecánico murmuro entre dientes.
Sacó el vehículo, lo estacionó y se dirigió hacia su mujer que sostenía la pelota, que depositó en sus manos el balón diciéndole que esperar un segundo que ya regresaba.
Volvió rápidamente como había prometido con un producto de limpieza especializado en sacar manchas de grasa con un rociador incorporado.
Comenzó a rociar la pelota con una mano y con la otra, le pasaba un especie de trapo viejo refregándolo y así, con una sola pasada la pelota iba recobrado su color original. Fue en ese preciso instante cuando Roberto se arrodilló con la numero cinco en las manos y empezó a llorar como un chico. Su mujer, instantáneamente pensó por que se había quebrado. La continua falta de respuestas a la pérdida de aceite de su coche había hecho estragos en su conducta y le produjeron este ataque de stress pensó y se lo transmitió a Roberto, un poco más calmo, pero aún con los ojos vidriosos y enrojecidos.”
“No, no es eso lo que me sucede”, al fin y al cabo, son solo fierros y los fierros se rompen. Lo que me sucedió es que cuando le empezaste a pasar ese trapo blanco a la pelota, y esta se me resbalaba entre las manos, no pude dejar de pensar en la redonda número 5 que nos ganamos con los muchachos de mi barrio juntando figuritas, llenando el álbum, cuyo primer premio era nada menos que una pelota. Juntábamos todos a “medias”, muy parecido a lo que hoy comúnmente se dice “trabajar en equipo”.
La difícil era el jugador de Boca, Enzo “Piky” Ferrero y el héroe fui yo. Es que conseguí en la escuela a uno de séptimo grado que me la cambiara por 500 figuritas y recuerdo que hicimos la transacción en la plaza de enfrente de la escuela. Desde allí nos vinimos todos corriendo a buscar el álbum y pegamos con engrudo al puntero izquierdo de Boca, entregamos el álbum al quiosquero y a los 15 días ya teníamos nuestra pelota. Puntualmente todos los días después de jugar, cambiaba de mano el que le tocaba guardarla, también tenía la tarea de engrasarla. ¿”Engrasarla”? preguntó su esposa; “si, claro, para que el cuero no se percuta tan rápido, le pasábamos grasa de vaca por todos los gajos y la costura. Esto contribuía a que la duración del balón sea de mayor tiempo”. Es que en aquellos años a nadie se le ocurriría dejar una pelota “dormir” sola en una cochera, aquellos pibes la dejaban descansar junto a ellos al pie de la cama. Eso era amor por ella, el “maquillaje” llevaba a veces una hora, como a algunos enamorados como el “zurdito” Gómez, cuando le tocaba la guarda , se pasaba toda la tarde engrasándola apenas volvía a su casa de la escuela. Es que al fin y al cabo era su amor, dentro y fuera de la cancha. Y eso se notaba.

Fuente: Prof. Ruben Daguerre Rosa

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