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Buena parte de mi infancia transcurrió en un universo que medía cien metros. La calle veintidós, entre la uno y la tres, de la ciudad de Mercedes. Esa era la cuadra donde vivían todos mis amigos del barrio...

Por Marcelo Melo
FUE

Los Del Brocco
Buena parte de mi infancia transcurrió en un universo que medía cien metros. La calle veintidós, entre la uno y la tres, de la ciudad de Mercedes. Esa era la cuadra donde vivían todos mis amigos del barrio.
Una de ellas era Fernanda, la hija del almacenero. Los Del Brocco eran tres. Américo (meco), Elida y Fernanda. El almacén que tenían cumplía una doble función. Una, la de abastecer de los comestibles y demás elementos a los habitantes de toda la cuadra, y de otras adyacentes. No existían los supermercados. La otra, era que ellos tenían el único teléfono del barrio. Era un aparato negro, a disco. Todos lo usábamos.
Meco era tartamudo. Además era capaz de tardar quince minutos en cortar cien gramos de fiambre. Elida tenia un humor de perros. Siempre estaba enojada por algo. No recuerdo ni una sola expresión de amor en esa pareja. Usaba anteojos permanentes, unos vidrios gruesos como culo de botella. En determinado momento miraba en dirección al sol, y pasaba su mando derecha por delante se sus lentes. Para arriba y para abajo, unas diez veces, muy rápido. Era como si necesitara ver el astro rey en secuencias. Después, con naturalidad, seguía con lo que estaba haciendo.
Fernanda era la más chica de todos mis amigos. Cada vez que nos poníamos de acuerdo para jugar, ella no quería. Había que convencerla con ruegos insistentes. Al final siempre accedía, pero lo hacia con tan pocas ganas, y de una forma tan torpe, que si había un perdedor, siempre era ella.
También tenía un tic. Nos juntábamos en una vereda que tenia una ligustrina al costado. Era un espacio despejado, donde no había árboles. Ahí podíamos correr libremente. La cuestión es que Fernanda, en no menos de cinco veces por día, entraba en trance. Miraba en dirección al sol, como su madre, y caminaba el trayecto por esa vereda. Ida y vuelta mirando para arriba. Sucedía en cualquier momento, y no había manera de que abandonara esa caminata solar.
La última imagen que recuerdo de Fernanda era que estábamos espiando con dos amigos. Por las rendijas de la persiana que daba a la cocina. Ella estaba bailando frente a un espejo. Cruzaba sus brazos como si se estuviera abrazando con alguien, y se besaba la palma de una mano con pasión. Se estaba entrenando para el amor.
Renault 6
Buena parte de mi infancia, la familia Telesca, se movilizo en un Renault seis. En ese momento cada marca fabricante de autos, tenia tres o cuatro modelos. Nada más. Renault tenía tres. El cuatro, que era un auto proletario, el seis, que era clase media media, y el doce, que era clase media acomodada.
El recuerdo más significativo que tengo fue un viaje a Mar del Plata. Mis padres siempre fueron muy organizados. Hace poco me trajeron en su coche a Capital, desde Mercedes. En determinada curva, veo que los dos, en estéreo, abrieron las ventanillas. Cuando les pregunte porque lo hacían al mismo tiempo, y en el mismo lugar, me dieron una explicación similar a la que me daba mi papá cuando me decía que no moviera el televisor porque se iba a romper.
Mil preparativos para el viaje a la costa. Arrancamos al amanecer, no muy oscuro porque a papá le molestaban las luces de los otros autos de frente. Habitualmente no fumaba, pero cuando manejaba mucho, se compraba un atado de jockey, esos del atado rojo. Yo se los encendía.
Cuando llegamos a la ciudad de Dolores, el auto se recalentó y reventó el radiador. Un día y medio tardamos en llegar a Mar del Plata.
Una cosa que odiaba de los domingos en Mercedes era la vuelta del perro. Consistía en que todas las familias de la ciudad, al mismo tiempo, salían con sus vehículos a pasear. Era el único momento donde se podía ver un congestionamiento de transito en toda la semana. Los mercedinos en su día de descanso salían a sufrir lo mismo que lo que vivimos en Capital a diario.
El centro de la ciudad son dos calles. La veinticinco y la veintisiete. Tomábamos la primera desde prácticamente su inicio, para doblar y tomar la segunda hasta el final. A velocidad bicicleta. Seis o siete veces.
Claro que había una variante, pero era solo para privilegiados. Para los primeros en salir a la calle. Consistía en conseguir un lugar para estacionar. Parábamos con el Renault seis y nos quedábamos los cuatro. Mi papa, mi mama, mi hermana y yo adentro del auto, mirando por las ventanillas cerradas, a los que pasaban. Una hora y media. En verano, nos bajábamos y mi familia miraba las vidrieras.
Jardín de infantes
En mi época preescolar fui un chico realmente raro. Primero no quería ir. De hecho, logre esquivar sala rosa. Pero al segundo año, mi mama me llevo a la fuerza. Me agarro de la mano y me subió al auto.
El portero era un hombre muy alto, y cuando nos quedamos solos, se puso en la puerta, para que yo no pudiera salir. Le pase por debajo de las piernas y alcance a mi mama a los llantos, le pedía que me llevara a casa. Me devolvió al jardín.
El primer año me pelee con todos mis compañeros. Era un salvaje. Me negaba rotundamente a realizar los trabajos que las maestras proponían. A fin de año organizaban una fiestita donde se hacia la entrega de trabajos de todo el año a los padres de los alumnos. A mi mamá no le daban nada.
Había una actitud que todavía no me puedo explicar. Me agarraban ataques de llanto a la hora de música. El resultado era que la maestra que me llevaba a dirección y me dejaba ahí con la directora. Yo le tome un gran cariño a ella, era muy buena. No sé porque era sistemática mi actitud. A lo mejor la primera vez tuve un ataque circunstancial, y cuando la conocí, me cayó tan bien que después ya sabia lo que tenia que hacer para volver con ella.
El nivel de mi adaptación no mejoraba, a tal punto, que una maestra le dijo a mi mama que vaya pensando en una escuela diferencial. Cierto estudios hicieron que se desechara esa posibilidad.
Cuando empecé la primaria, todo cambio. Fue cuando aprendí a leer.

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