Ni el personal doméstico entra sin autorización: la nueva vida de Cristina presa

El poder que alguna vez concentró en la cúspide del gobierno nacional hoy contrasta con la cotidianeidad austera que enfrenta Cristina Fernández de Kirchner. Tras la decisión del Tribunal Oral Federal 2, que le concedió la prisión domiciliaria para cumplir su condena a seis años por corrupción, la expresidenta permanece confinada en su residencia porteña bajo estricta supervisión judicial. La escena, inimaginable hace algunos años, se despliega ahora con la sobriedad que impone el peso de una sentencia firme y un presente marcado por el encierro.

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Radicada en un departamento amplio del barrio Monserrat, Cristina ya no cuenta con los privilegios que supo ejercer en la Casa Rosada. La vivienda, de más de 160 metros cuadrados, es ahora su único territorio habilitado, donde debe permanecer con una tobillera electrónica que reporta en tiempo real su ubicación. La custodia se mantiene, pero toda actividad dentro del inmueble está sujeta a un régimen riguroso de permisos y limitaciones.
El tribunal estableció que solo podrá recibir visitas previamente autorizadas. En la lista figuran sus familiares, abogados, médicos y custodios. El resto, desde personal de limpieza hasta antiguos colaboradores, requiere un pedido formal ante los jueces. Incluso si desea que alguien le ordene documentos o le cocine, debe gestionarlo mediante autorización expresa. La posibilidad de mantener entrevistas también está limitada, lo que deja fuera de escena cualquier intento de reinstalarse en el debate público sin permiso judicial.
El encierro no responde a razones de salud. Los magistrados argumentaron que el régimen se definió por motivos de seguridad, en función del intento de atentado que sufrió en 2022. Aun así, descartaron que esas circunstancias ameriten condiciones más laxas. El resultado es un esquema de vigilancia estricto, con mínimos márgenes de movimiento, incluso dentro del propio hogar.
Mientras cumple su condena, Cristina deberá esperar al menos cuatro años para acceder al beneficio de la libertad condicional, cuando alcance los dos tercios de la pena. Hasta entonces, la rutina diaria se impone sin asistentes, sin comitivas, sin gestos de poder. Cada acción, desde una visita inesperada hasta un desayuno servido por otra persona, depende ahora de la burocracia judicial.

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La condena que enfrenta corresponde a hechos de corrupción cometidos durante su mandato presidencial, con un perjuicio al Estado estimado en 85 mil millones de pesos. No hay plazos inmediatos que habiliten un alivio judicial, y la figura de la exmandataria aparece encapsulada en una nueva etapa de su vida, marcada por el aislamiento y el estricto control de sus actos.
Lejos del vértigo político, del despacho oficial o de los actos multitudinarios, Cristina transita el encierro sin interlocutores visibles, con la estructura reducida al mínimo indispensable. El contraste con su pasado reciente es tan evidente como simbólico. La centralidad que alguna vez ocupó en la vida pública argentina se disuelve, al menos por ahora, entre los muros de un departamento custodiado y la burocracia de un tribunal que regula hasta los detalles más triviales de su vida cotidiana.

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